(Artículo publicado en Noviembre de 2021)

Eugenio Eiroa Hermo (q.e.p.d.), delante de un dibujo sobre el Cruceiro do Hío obra de la que fue el mejor conocedor tras décadas de profundas y documentadas investigaciones  

Es domingo. Mañana lunes es San Eugenio. No viene en el calendario en esa fecha, donde si figura San Alberto, pero mi padre celebraba el día de su santo el 15 de noviembre y ahí me he quedado para siempre. El decía que en el libro tal y en el libro cual sí admitía San Eugenio y que... era mejor en esa fecha. Realmente ya no sé si lo decía porque entonces, en este tiempo, era cuando mi madre daba forma de pasteles y tartas magníficas a las calabazas que la pequeña finca familiar producía y ella guardaba con celo para que no se estropeasen, para que luego sirviesen de base a su repostería de 10.

Y es que llegado el otoño, en aquella casa familiar canguesa, comenzaba la temporada de los dulces de calabaza. Al margen de las "chulas" fritas una vez bien rebozadas, siempre las grandes tartas. Mi madre, con el paso de los años, se esmeraba cada vez más. Perfeccionaba. Ya sus últimas tartas llevaban calabaza, pero mezclada con otros elementos deliciosos también. De calabaza le quedaba el nombre y un 40% de los ingredientes básicos. El resto eran maravillosos complementos que mi madre aportaba a la receta original. Era una cocinera excelente, solamente superada por mi abuela Dora. Por eso, también, cuando mis tíos Paco y Maruchi pasaban unas semanas en verano en aquella casa familiar, a mi madre le gustaba prodigarse en la cocina, sabedora de que -especialmente Paco- era un apasionado del buen comer. Y es ahí donde recuerdo que mi querido tío siempre decía que tenía una pena infinita por no poder pisar Cangas en otoño -vivía en Barcelona-, porque no podía probar los dulces de calabaza que mi madre elaboraba y las castañas cocidas con aquel especial sabor a anís-fiuncho.

Entre sorbo y sorbo de un blanco original de los suelos algo arenosos de Donón (O Hío), mi tío recordaba en agosto todos los dulces de su juventud que, en Cangas, también pasaban por otoñales elaborados de calabazas que mi abuela Carmen también preparaba. Y enseguida, mi querida tía Maruchi, siempre prudente, recordaba...

--Todo no puede ser, Paco; cada estación del año tiene sus cosas. Y, además, el médico ya te ha dicho varias veces que tienes que frenarte un poco con el dulce...

La respuesta a aquello estaba de seguido a cargo de mi madre, que -a la hora de la sobremesa- se iba a una habitación contigua a la cocina en donde siempre comíamos y volvía con una esplendorosa tarta de varios pisos, capas de crema pastelera, de chocolate, de crema de moka incluso, adornada con un sin fin de guindas.... Aquella tarta king-size y única -de lo mejorcito que en pastelería (privada y por encargo) se hacía en Cangas- había pasado las horas previas a aquel almuerzo de verano, en "el Comedor".

En la casa familiar le llamábamos "el Comedor" : había sido proyectado como tal y tenía mesa grande y muchas sillas... pero en rarísimas ocasiones recuerdo haber comido allí; porque como no le llegaba con su despacho siempre atestado de papeles... mi padre, con el paso del tiempo, había desembarcado en "el Comedor", una especie de almacén de libros, apuntes, carpetas, dossiers... que acabaría así como una habitación auxiliar a su gran despacho. Como era la zona más fresca de la casa -daba al Norte-, mi madre, en venganza, la había convertido en lugar de depósito transitorio -una especie de entreposto- de las tartas especiales que no elaboraba ella, sino que iba a comprar para días grandes -y a encargar días antes- a una excelente repostera "privada" -de lo mejor en Cangas- que en aquel tiempo era Pilar Barreiro, hija de Antonio "el caramelero" (llamado así no porque vendiese caramelos, sino porque gustaba mucho de obsequiar con ellos a los niños) y de Lola Blanco.

Si mis padres viviesen, este 15 de noviembre, tendríamos en la mesa doble sobremesa : de un lado la magnífica tarta de calabaza y otros lópeces que mi madre elaboraba. Y de otro, una tarta colosal, de aquellas que en su tiempo Pilar hacía y que luego una señora -también de Cangas- en su creación bien imitaba. Si mis padres viviesen habría también castañas cocidas con sabor a anís-fiuncho. Beberíamos un vino português de esos que yo llevaba y acabaríamos con un moscatel de Setúbal (que el del Douro es mejor dejarlo para el tiempo de verano).

Pero desgraciadamente mis padres ya no viven aquí en este mundo hace ya un tiempo. Pilar ya no hace aquellas tartas de escándalo. Mi tío Paco y mi tía Maruchi también se han ido. Como mi abuela Carmen, mi abuela Dora... De los protagonistas de esta historia quedamos ya muy pocos. Es ley de Vida, sí, ¡coño!, pero déjame que les recuerde, que para eso mañana es el día de San Eugenio. 

Y aunque yo me llamo así, Eugenio solamente había uno, Eiroa Hermo. Los otros Eugenios... mi primo José Eugenio -al que le dicen generalmente "Eugenio"- y yo... ya solo somos notarios que podemos dar fe de aquellos tiempos que no volverán.

Pero como recordar es vivir, permíteme que cuente estas pequeñas historias de lo que viví y que, también, certifican que uno está vivo.

14/15 de noviembre de 2021

EUGÉNIO EIROA FRANCO