Ding-dong. Aquel timbre me sonó a soledad en casa vacía. Sin embargo, abrió la puerta y apareció ella, espléndida, envuelta en su blanco albornoz medio abierto hacia el monte de Venus…

—- Por favor, ¿Está… Benito?

—- Pasa, pasa, no te quedes ahí pasmado.

Supe que mil tentaciones y una martilleaban mi cerebro en el momento en el que traspasé el umbral de aquella puerta…

—- Siéntate… ¿Te tomas un café? –preguntó mientras asomaba medio pecho por el generoso escote del batín de baño; aunque, sin esperar respuesta, salió cimbreando su cuerpo de aquella estancia.

Cuando volvió con dos humeantes tazas en una bandeja de plata, dijo…

—- Benito está navegando, lleva dos meses en Sudáfrica, en un congelador. Le quedan otros cuatro en el mar… No espero a nadie.

Eme se arrulló en el amplio sofá dejando al descubierto una buena parte de sus bellísimos encantos femeninos. Y aquella tarde se convirtió en noche y la noche en día…

Una vez más me dio el sol en los ojos contemplando el mar de Vigo e imaginando a esa marea humana que navega por los siete mares ajena a los amores y desamores. La que piensa solo en ganar el pan con sudor de salitre para conseguir, en unos años, una vida mejor para la suya y los suyos.

La casualidad, un motor roto de un pequeño barco, me había llevado hasta casa de Eme. Aquellas escenas y la sensación de traición a mi gente, jamás la olvidaré. Supongo que es lo más parecido a los divinos placeres y a los satánicos errores. Es decir, el famoso pecado en el que, por fortuna, no creo.

Nunca más volví a vivir nada semejante, pero, en los setenta, era frecuente escuchar estas historias en la tertulia del Goya o del Derby, a donde iba siempre el inefable coronel de la Guardia Civil, aquel que gastaba sus cartuchos en vigilar a las parejas que flirteaban en un Samil sin farolas y con mucha más arena en su playa.

Yo siempre les admiré. Me refiero a la gente de mar. Por su valor y porque son los únicos que izan la vela de los sueños para que navegue el barco de su vida, en mares cuyo nombre extranjero nunca pronunciaron bien.

El mar o la mar. Depende de quién te hable.

Ese es el cómplice maldito de mil historias de muerte que nunca suceden a bordo sino en la lejanía del hogar imposible; que ya lo dice el bolero, la distancia es el olvido…

Para esos hombres que son el fiel reflejo de aquel marino llamado Simbad quisiera tener hoy un recuerdo especial porque ellos son mi gente única. Y se merecen todos, sobre todo Benito, mi mas profundo respeto.  

XERARDO RODRÍGUEZ, director de GALICIA ÚNICA