Xerardo RODRÍGUEZ

Esta noche se me coló en mis sueños Barreiro, cronista del puerto y del aeropuerto de Vigo en mis tiempos radiofónicos. A menudo tomábamos un café a media mañana en el Café Fraga y me anticipaba su crónica del día siguiente. Así me enteraba antes que sus lectores de qué trasatlánticos iban a amarrar en la estación marítima internacional próximamente.

Barreiro sabía latín y lo rimaba con la gente humilde de aquel puerto de entonces. Le avisaban cuando un suceso merecía la pena e incluso le contaban qué gente famosa venía a bordo de aquellos buques enormes, que ocupaban todo el muelle de trasatlánticos e introducían en la ciudad, durante unas horas, a miles de turistas.

El puerto era lo importante porque a Peinador solo llegaba un Focker al día, de turbohélice, medio vacío. Era el avión “de línea” y volaba a Vigo desde Madrid. Tardaba tres horas de Vigo a Barajas.  

Mi colega fue un gran estudioso del puerto de Vigo y por el supe que Albert Einstein había hecho dos escalas aquí, en marzo y en mayo de 1925: por lo visto lo que más le asombró de la ciudad fue la luz y especialmente el ocaso. El sabio autor de la Teoría de la Relatividad contempló cómo se escondía el sol tras las Cíes desde la cubierta del “Begoña” y lo anotó en su diario…

—- Riqueza de colores y puesta de sol en Vigo. Incomparable.

Entonces y aún ahora me digo a mí mismo que Einstein y yo tenemos algo en común: a los dos nos asombró el luscofusco… (Palabra que mejor define ese momento en el que el astro rey de nuestra galaxia se hunde en el mar con relativa lentitud, junto a las islas de nuestros mitos).